9 de diciembre del 2006
Me pregunto por qué emigré.
Ya sé los motivos, numerables si bien muchos, racionales, que me decidieron a hacerlo.
Pero ahora, a cuatro años y medio de haberlo hecho y tras tanto sufrimiento, me pregunto para qué emigré.
A veces pienso si lo hice para morir en silencio, o algo parecido, sin molestar a los que más quiero.
Y me resisto a creer en eso. Quiero creer que los sueños que creía posibles aún lo son. Que aún puedo “encontrarle la vuelta”.
Pensar que si me sacara “la grande” ni siquiera tendría que preguntarme por estos temas. Pensar que si tuviera el dinero, todos los problemas, al menos los míos, estarían resueltos. Obviamente, siempre que no tuviera que pagar a un hijo o a un hermano ese dinero con “la libra de carne”, como llamaría Lacan a ese pago. Son intereses muchísimo más caros que los bancarios.
Probablemente sea una de las pocas personas en el planeta que verían resueltos sus problemas vitales con sólo contar con el dinero suficiente para cubrir sus gastos y necesidades. Bueno, no una de las pocas, pero seguramente somos un porcentaje bastante bajo.
Y, sin embargo, sí creo que soy una parte de ese porcentaje.
Es verdad que hasta hace cosa de unos tres meses, como nunca gané un premio ni siquiera en las “quermeses” de la escuela, no le daba una oportunidad a la suerte. Me refiero a que no jugaba juegos de azar, o si cada dos o tres años jugaba una apuesta en alguno, hasta olvidaba averiguar el resultado.
Hará unos tres meses jugué un jueves cuatro euros, en tres apuestas diferentes. El lunes cuando fui había recuperado los cuatro euros y me planteé “tirar” dieciséis o veinte euros al mes, ya que esa cifra no modificaría sustancialmente mis circunstancias, frente a la opción de cómo y cuánto las cambiaría que la varita mágica de la suerte me tocara. Así que desde entonces cumplo. Salvo la semana que estuve en Italia, el resto de las semanas me he obligado religiosamente a jugar y a averiguar si había ganado o no. Un par de veces recuperé un euro y una vez ocho euros con sesenta y cinco. Me emocionó tanto como si hubiera ganado un premio importante. No era nada, pero para ganar siempre nada, esa cifra era un montón. Y sigo tirando cada semana esos cuatro euros, a veces cinco. Al menos le doy la oportunidad a la suerte. O sea… si quiere tocarme, le doy ocasión. Algo que antes nunca había hecho.
También soy consciente de que lo que estoy contando indica el nivel de mi desesperación. Existen estudios sociológicos que prueban que cuanto más paupérrima está una sociedad, más crece el juego de azar. En fin, que sólo soy un número más en las estadísticas. Las de los pobres, que no por el momento las de los ganadores de juegos de azar.
Estoy muy triste y cansada. Y estoy entrampada. Pero sólo de mí depende “encontrarle la vuelta”, salir de la trampa, lograrlo. Y no quiero desistir, por más que cada día detenga mis lágrimas y me diga que no puedo dejar de intentarlo, y que no puedo ni quiero morirme, aunque a veces… cada día…
Menos mal que me sé querida por tanta gente. Que sé que soy útil a tanta otra. De no ser por eso, por los animales, los niños y las plantas, por el sol, el mar, la luna, la montaña, de no ser por la vida, que se cuela por todas las rendijas, ya no estaría aquí.
Me está costando mucho. Me está doliendo demasiado. Pero ya pasará. Todo pasa.
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