“No se puede volver a un lugar porque se extrañan los silbidos de la gente”, dice Martín E. (padre) en la película Martín (h).
Yo me di cuenta al poco tiempo de llegar que lo que extrañaba era no ver gente besándose en las calles. En Buenos Aires, cada día ves a unos o a varios dándose besos. Aquí es tan raro… También es raro ver hombres guapos. Puedo pasar meses sin ver ni uno. En el norte de Italia, sin embargo, no. Es como en Buenos Aires, tienes que dar vuelta la cabeza para seguir mirándolos cuando ya han pasado. Es un gusto. Tanto unos como otros tienen un porte tan varonil, tan desgarbada y elegantemente varonil…
También extraño eso…
Esta semana cumplí cuarenta y seis años. Se supone que el único sentido de la vida es vivirla. Que la única razón para seguir adelante, es que es el regalo más preciado que nos fue dado y que hay dar gracias por él, y simplemente aprovecharlo, lo mejor que se pueda, duela lo que duela. Hay que seguir adelante. Dar gracias por estar vivo.
A mí me duele desde que tengo memoria. Vivir, digo. Desde que recuerdo, desde la niñez, creo que siempre me dolió y apasionó al mismo tiempo. Soy incorregiblemente curiosa. Incorregiblemente desubicada, por lo tanto. Incorregiblemente arrojada… era, ya no soy. Ya fue. Ya me corté o me cortaron, no lo sé, las alas.
En fin, nunca encajé, siempre estuve fuera de foco, como tan genialmente muestra Woody Allen en esa película en que constantemente muestra la cara del protagonista des-enfocada. Siempre fue así.
Obvio que a veces hubo como oasis, bien de auto-engaño, bien de olvido, bien de atisbos de algún otro espejillo de colores con que mirar el mundo, que me hicieron creer que no había más dolor, que no habría más dolor. Claro que tuve de eso, no estaría aquí escribiendo esto de lo contrario. No estaría aún aquí, no hubiera llegado a mis cuarenta y seis años. Tampoco hubiera llegado hasta aquí de no ser por el amor, por aquellos a quienes amo y que me aman. Por el hermoso hijo que tuve. Supongo que por eso aún estoy aquí, por él sobre todo, aunque sepa que ya puede arreglárselas sin mí.
Bueno, era la fecha que en algún momento, hace muchos años y durante muchos años, puse como tope. Me puse como tope. Es decir: sabía que viviría hasta los cuarenta y seis. O dicho de otro modo, sabía que moriría a los cuarenta y seis.
Todavía quedan casi doce meses para que se acaben. Teóricamente al haberlos cumplido ya se acabaron, pero yo estoy acostumbrada a pensar que tengo los años xx después de haberlos cumplido. O sea, nunca pienso que ya estoy viviendo el año siguiente al que cumplí, lo cual es cierto. Y eso, sin contar con los nueve meses en la panza de mi vieja, con lo cual ya habrían pasado los cuarenta y seis hace mucho. En fin, que para mí, los cuarenta y seis acaban dentro de poco menos de doce meses.
Me he pasado casi toda la semana llorando. Tal vez sea la medicación que me cambió el lunes la homeópata, para ver si podía justamente ayudarme más profundamente, con esta sensación de decepción que hace que la muerte me aletee en la cabeza por más que lo intente evitar, por más que le oponga todos los razonamientos, por más que me sienta culpable y desagradecida.
Le he contado a la homeópata. Le he dicho que no me mataré porque no soportaría la culpa, porque no soy una hija de puta, una mala persona y hacer eso sería hacerle una maldad a los que tuvieran que cargar con mis petates y mi cadáver. Muy des-prolijo, muy desagradable y muy egoísta y de mala persona. No acepto morirme como una mala persona.
Así que aquí estoy, escribiendo esto.
En la película en la que la protagonista se suicida, cuando finalmente lo decide, ya no llora. Yo pienso que debe ser así. Que lloras mucho antes, pero cuando tienes la decisión tomada, ya no hay llanto, sólo determinación, siempre pensé que es el único modo de lograrlo: con absoluta determinación y convencimiento. Con una absoluta certeza de que ya no quieres soportar ni medio segundo más tanto dolor por dentro.
O sea, si llegara el momento de esa determinación, supongo que ya las excusas sobre no querer ser una hija de puta para con los otros, lo de no hacerles una maldad, desparecerá también, ¿no? Tal vez uno pueda llegar a ser tan egoísta, o tal vez ya no soporte más el dolor, no sé.
No lo voy a hacer. Pero si me cayera un balcón sobre la cabeza, un auto se desviara y me atropellara, o tuviera un infarto, si pasara alguna de esas cosas, entonces ya no sería mi culpa, ¿no? Ya no sería una hija de puta. También se lo conté a la homeópata. Sólo para que supiera que no voy a hacerlo, pero no me molestaría que pasara. Realmente.
Estoy muy pero muy cansada. Realmente no doy más. Sé que tengo que seguir, que tengo que seguir dando, pero la verdad verdadera es que no doy más. Esa es la verdad, al menos en este mismo momento. En que no haré nada, por supuesto, y en que tampoco moriré de un infarto, pues hasta en eso soy una desagradecida, ya que la genética me ha dotado relativamente bien, al menos en comparación con las estadísticas.
Bueno, podríamos decirlo así, entonces: como soy una desagradecida, no me merezco vivir, ¿no? Entonces, sería mucho más justo que me muriera yo que el hecho de que haya muerto el marido de Mora, o que Tod esté internado, o que pueda estar por morir Fidel Castro.
Nada es justo. Y yo tengo mucho dolor, desde muy chiquita, siempre, demasiado, mucho dolor. Toda mi vida ha sido un sobre-vivir por sobre-el-dolor.
En Viernes 3 a.m. Charlie dice: “los que no pueden más, se van”.
martes, 12 de mayo de 2009
46
Etiquetas:
agradecimiento,
amor,
Charly,
culpa,
cumpleaños,
dolor,
homeopatía,
llorar,
Martín (h),
muerte,
pasión,
suicidio,
vida,
Viernes 3 AM
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario